lunes, 1 de diciembre de 2008

La Cajita de Música

Aquella cajita se abría emitiendo un sonido suave, dulce y repetitivo. Una melodía que se metía en la cabeza: ¡Tin, ton, Tin, ton, tin, ton, tin! La cajita abierta dejaba entrever una bailarina, con su tutú, su brazo arriba y una pierna levantada en un ángulo de 90º. El color rosa de su vestido resaltaba con la blancura de su rostro y de sus manos. Sus ojos eran grandes y luminosos. El pelo negro caía sobre sus hombros entrelazado en una coleta en la nuca. Su sonrisa era misteriosa, una mezcla entre la alegría de estar disfrutando de su pirueta de baile y una extraña melancolía que se adivinaba, pues la sonrisa no era completa.
Pero lo que más fascinaba de esa cajita de música, era el nombre que aparecía en la base de la caja. No era un nombre de mujer, ni de hombre. Más bien parecía un nombre de un lugar: Martarisechev. Parecía ruso.
Fuera lo que fuera, nuestra niña sentía una especial atracción por la cajita y por su muñeca. Su madre se la había regalado con tan sólo cuatro años, cuando, por cuestiones laborales había ido a Moscú. En uno de los mercaditos junto a la Plaza Roja encontró la cajita y la compró por la coincidencia del nombre, la niña se llamaba Marta y en la cajita ponía Martarisechev. Según lo que pudo entender del poco inglés que hablaba el vendedor, Martarisechev era un pequeño pueblecito junto a los Urales, donde se contaba una triste historia de una joven que había llegado al ballet Bolsoi. Era una grandiosa bailarina, una privilegiada. Una de esas chicas que surgen cada cien años, con un don natural, una de esas bailarinas que parecen flotar en el escenario y moverse entre las notas de esa maravillosa música.
Era la estrella absoluta del ballet ruso, pero, un buen día, sin explicaciones, desapareció. Nada más se supo de ella.
Esa historia que Marta había oído de labios de su madre, junto con la misteriosa cajita, habían hecho de la pequeña niña, una gran amante del baile y de la música clásica. Desde los cuatro años, recibió clases de ballet. Adoraba danzar al ritmo de la música. Se sentía libre, feliz, invadida por un espíritu bueno, llena de dicha. Era una sensación muy difícil de describir en este humilde papel.
Todas las noches, después de sus clases volvía a casa muy cansada. Era duro tanto ensayo. Después de una cena muy frugal, se retiraba a su habitación. Pero antes de acostarse abría la cajita, y con su música practicaba una vez más las piruetas más difíciles aprendidas durante el día.
Cuando ya no podía más, se tumbaba en la cama, frente a la misteriosa y diminuta bailarina. La observaba e imaginaba moverse igual que ella, llegar a ser la mejor bailarina del Bolsoi y se dormía para soñar que un día, harían cajitas de música como aquella, pero sería ella la representada en la muñeca y todas las niñas del mundo, soñarían junto a sus cajitas, durmiéndose felices.
Pasaron los años y la vida fue muy generosa con Marta. Sus esfuerzos habían sido muchos pero se habían visto recompensados. Ahora, con 15 años, era una de las bailarinas del ballet nacional de España y eso, le estaba permitiendo viajar por todo el mundo. Londres, París, Roma, Nueva Cork,… Pero sus nervios se dispararon al escuchar de boca de su director que el próximo viaje sería a Moscú. Bailarían en el Bolsoi.
Ella había mantenido sus costumbres de niña y allá donde iba, llevaba su cajita rusa. Aquella historia de su niñez se había convertido casi casi en una novela de amor y aventuras gracias a su imaginación.
Por una parte, deseaba conocer en vivo y en directo aquellos lugares, donde sus sueños habían situado los escenarios de la historia de la muñequita de su caja. Pero por otra parte, tenía miedo. Miedo de que se rompiera el embrujo, la magia de aquella historia que le había dado fuerzas y ánimos para luchar por ser bailarina.
El viaje se hizo interminable y al llegar, un frío negro les esperaba. No sabía cuántos grados bajo cero marcaría el termómetro, pero seguro que pasaban de los veinte. Tenía miedo sólo de una cosa, de una tontería, que su cajita rosa se congelara y no funcionara. Pero afortunadamente no fue así.
Pasaron unos duros días de ensayos antes del estreno. En esos días, Marta observaba todo con los ojos como platos. La imaginación se le disparaba y creía ver su bailarina por todos los sitios. La buscaba en el camerino, entre bambalinas, notaba su esencia en el escenario… Y eso se notó.
Bailó como nunca lo había hecho. Flotaba en el escenario, transmitía la emoción que sentía a todo el mundo. Sus compañeros alucinaron, su director estaba encantado, los rusos no daban crédito a sus ojos. Los aplausos se escuchaban hasta en los ensayos.
La noche antes del estreno, Marta, sola en su habitación, volvió a abrir su cajita. La música inundó la estancia y ella observó de nuevo a su pequeña bailarina.
- Quisiera ser como tú y dedicarte mi actuación de mañana – le decía – tal vez nunca hayas existido, pero para mí, eres real. Trataré de estar a la altura mañana.
Al día siguiente, el ballet del Bolsoi registró un lleno histórico.
Marta bailó como los ángeles y el triunfo fue atronador. Toda la prensa internacional recogió el éxito del ballet nacional y más en concreto de su primera bailarina.
La puerta del camerino sonó y Marta la abrió. Una mujer mayor, de unos 60 años, estaba delante de la puerta. Al verse delante de Marta, sus ojos se pusieron brillantes y una lágrima se deslizó entre las arrugas de su rostro.
- Llevo cuarenta años enseñando a bailar a niñas y jamás había visto algo igual. Mi más sincera enhorabuena, niña – dijo en un inglés con un fuerte acento ruso.
- Muchas gracias, señora, es un honor escuchar sus palabras.
- Me has recordado mi juventud. He visto la emoción en ti, el sentimiento que desprendías. Ha sido increíble. Sólo quería decirte eso, niña. Nunca dejes de bailar – dijo mientras se dirigía a la puerta del camerino.
- Gracias de nuevo. No olvidaré sus palabras. Por cierto, ¿me puede decir su nombre, señora?
- Mi nombre es Olga Martarisechev – dijo mientras cerraba la puerta – tú sabes muy bien quién soy. Me tienes ahí, en tu cajita – y cerró la puerta.

Marta, perpleja por unos instantes, reaccionó y se abalanzó sobre la puerta. La abrió, pero allí no había nadie. “¿Lo habré soñado?”, se preguntaba. Pero no, ella sabía que no. Abrió su cajita y de nuevo observó su muñequita. Eran esos mismos ojos y esa misma misteriosa sonrisa.
Marta nunca dejó de bailar. Además, en Moscú, las cajitas dejaron de llevar el nombre de Martarisechev en la base de la caja, para llevar simplemente el nombre de Marta.
Su sueño se había hecho realidad.