miércoles, 19 de noviembre de 2008

El baile de máscaras

Ultimamente me ha dado por escribir cuentecillos cuando estoy tranquilo y no puedo dormir. Éste, es uno de ellos. Espero que os guste.

EL BAILE DE MÁSCARAS.


La travesía había sido buena. Las aguas intranquilas del Cantábrico habían sido benévolas con el Pentesilea, un barco en apariencia mercante, pero lleno de piratas, con poca carga y veloz como un delfín. En él, viajaba una pasajera muy especial.

En pocos días, Ana, única heredera del condado de Udaxa, había conquistado el corazón de su capitán, Don José, Marqués de Zaidia, el ahora peligroso pirata que, en otros tiempos, fuera el mejor soldado de Su Majestad, pero al que una traición le hizo huir y lanzarse al mar como única forma de supervivencia. Ana, había caído en sus manos por un afortunado abordaje, pero Cupido había hecho de las suyas a bordo del galeón y había convertido al más fiero de los piratas, en un ser completamente generoso y entregado al amor. Ella, en tan solo unos días había conseguido lo que nadie, ablandar el alma del más temido capitán del Mediterráneo.

A pesar que los días habían sido maravillosos en compañía de ella, jamás osó ponerle una mano encima. Él era un caballero, a pesar que ya casi ni lo recordara y ella era una princesa, tan bella, tan dulce, tan tierna, tan cariñosa... La rosa que todo hombre desea encontrar alguna vez en su vida. Pero aquello no era vida. Él tenía que llevar a efecto su venganza, era el motor de su vida, aunque ya no sabía muy bien si lo que le movía era eso o el volver a ver a su dama. El mundo había girado, aquello que ayer era sagrado, hoy carecía de importancia. El sol ya no brillaba en el cielo. Lo hacía en los ojos de su amada. Pero prometió devolverla a su casa y eso se disponía a hacer. La amaba sí, más que a nada, pero no podía ofrecerle nada.

Durante los días de travesía Don José hubo de enfrentarse a su tripulación, reacios a abandonar las aguas del Mediterráneo y a navegar por las peligrosas costas del mar Océano. Pero él se había empeñado en hacer aquel viaje inolvidable para Ana, visitando las más hermosas playas andaluzas, las calas más desiertas y bonitas del sur de Portugal, Lisboa, aquella inexpugnable ciudad, las magníficas vistas de las costas gallegas y así, hasta llegar a Santurce donde se disponían a atracar, camuflados de comerciantes venecianos. El cumpliría su promesa y llevaría a Ana a salvo, de nuevo a casa. A los hombres les pacificó y convenció cobrando los rescates del resto de los pasajeros de aquel abordaje y atracando en los puertos de Palos, de Estoril, de La Coruña, donde los marineros dilapidaron sus pagas mientras Ana y José disfrutaban de la vida y de su amor.

Todo parecía distinto. Los días eran más cortos, las risas más frecuentes, los vestidos más hermosos, las estrellas brillaban más cuando de noche y antes de embarcar, paseaban juntos por la orilla de la playa hablando de sus vidas, de sus sueños, de sus ilusiones, de sus proyectos, de sus pasadas aventuras, de sus amores imposibles y de lo que era hoy una realidad, que estaban juntos, que podían disfrutar y mañana, todo volvería a la normalidad, a la rutina de sus vidas, tan cercanas esos días pero, en el fondo tan distintas.

José, se ofreció a bajar con ella por la ría hasta llegar a Bilbao. Allí, la dejaría antes de entrar en sus tierras. Tenían la coartada preparada y era que, un mercante veneciano la había rescatado de las aguas del Mediterráneo a las que saltó cuando un abordaje salvaje de unos temibles piratas mandó el barco donde viajaba, de regreso de Roma, al fondo del mar. El marino no se podía quedar para recibir el agradecimiento de la familia pues tenia que partir hacia Rótterdam para intercambiar su valiosa mercancía, antes que el otoño hiciera más peligrosa la travesía por las costas de Normandía, pero volvería algún día para hacerle una visita y mandaba a su piloto (que en realidad era José) para asegurar su llegada sana y salva, pero con orden de partir en cuanto ella entrara en su casa.

Pero mientras ambos bajaban por la ría, conscientes que aquel era su último día juntos, ella estaba seria, inusualmente seria y triste, mientras que él, no quería estarlo, hacia esfuerzos por no pensarlo, pero en el fondo su corazón sentía un profundo pesar. Y un rato antes de llegar, Ana sin previo aviso, reconociendo aquellas costa y sabiendo que había unos pastos a la ribera de la ría, le pidió por favor al barquero que parar un momento. José le dejo hacer y una vez detenidos, le pidió por favor que le acompañara a su último paseo juntos.

- Quiero que te quedes, aunque sea un par de días. Quiero que veas como es mi vida, como paso los días y las noches, como soy yo en realidad, pues contigo he aprendido lo que es la felicidad que hasta ahora creí que era lo que sentía en este lugar, pero no. Sin ti ya nada será igual.
- Pero sabes que cuanto más me quede peor será la despedida - replicó nuestro capitán.
- Lo sé, pero quiero que sepas la vida de tranquilidad que te espera por si algún día decides regresar. Yo te estaré esperando por que...
- ¿Me amas? Porque eso es lo que yo siento en mi corazón, lo que yo vivo cada segundo con sinceridad y con pasión. Lo que me hace pensar que debo de volver algún día. Pero aun no. Antes debo cumplimentar mi venganza. Nunca me lo perdonaría. Sería un hombre sin honor y eso para mí comprende que es lo más importante en esta vida, aunque ya no la comprendería sin ti.
- Vuelve José, quiero besar tus labios una vez más, aunque tardes muchos años. Vuelve. Te recibiré con una sonrisa y un beso. Te lo juro. Mi amor es eterno.
- ¿Sabes? Antes de conocerte no me importaba morir en la consecución de mi venganza, quería ver muertos a mis enemigos y me preguntaba que haría después, pues mi vida estaría vacía si lo conseguía. Pero ya no. Ahora mi vida siempre estará vacía mientras no vuelva a tu orilla. Tú eres mi paraíso y el del cielo puede esperar.

Y se fundieron en un abrazo y un largo y cálido beso que ninguno de los dos jamás podría olvidar. Pero en ese instante, un grito del barquero rompió el dulce silencio lleno de complicidad y de enamoradas miradas recordándoles que la noche se acercaba y que tenían que regresar a la realidad.

Cuando Ana entró en su casa, la cara de tristeza se tornó en pura felicidad. Estaba de nuevo en su hogar, con los suyos. Aquella tierra que siempre amó y que no pensó en volver a ver jamás. Allí estaba, y aunque su corazón regresara a las aguas en compañía de José, quiso pensar que algún día volvería, trayéndole de nuevo la felicidad completa, el amor que había descubierto por primera vez en los brazos de aquel hombre, surcando los mares.

La casa se alborotó, los gritos de alegría, las carreras de los criados, los llantos de sus padres, los abrazos de sus allegados hicieron que aquella se convirtiera en un caos y que nadie reparara en José que en un rincón admiraba la algarabía, contento por haberla devuelto pero con el corazón partido en dos mil pedazos. No sabía donde el destino le llevaría, aunque tenía muy claro lo que él quería que le regalara, los brazos de aquella hermosa doncella que le había robado para siempre el corazón.

Sus padres decidieron hacer una fiesta al día siguiente para celebrar y compartir la alegría de que su hija, su única hija había vuelto al hogar. Y la fiesta era de disfraces, la moda francesa que en aquella época, era lo habitual. A José no le dejaron marchar. Sería el invitado de honor en agradecimiento por haber devuelto a su niña a casa sana y salva. Él aceptó sólo por una razón, poder bailar con Ana el último baile de aquella hermosa canción que había sido conocerla y que siempre guardaría en su interior, como el recuerdo más bonito de su vida.

La noche del día siguiente llegó y toda la nobleza del lugar se concentró en aquella mansión ataviada con sus mejores galas. José tenía poco para elegir y aceptó el préstamo de un amigo de la familia que le ofreció un disfraz de pirata para la ocasión.
¡Qué ironía! - pensó José - si supieran que es mi ropa diaria -. Y rió para sus adentros. Pero pasó algo que hizo que a José se le parara el corazón por un instante.
Cuando la fiesta estaba ya llena de gente con los más diversos disfraces, la orquesta paró de tocar mientras dos criados golpeaban el suelo con sus enormes bastones para que todo el mundo prestara atención:
- ¡ Toc, Toc, Toc ! La heredera del condado de Udaxa - exclamaron mientras se retiraban hacia un lado y el silencio se truncó con unos gritos de admiración, mientras a José, se le detenía el corazón.
Allí estaba ella, tan majestuosa, tan linda, tan espectacular, tan hermosa... Llevaba un traje largo rojo con los puños y el escote bordado en hilo de oro simulando llamas de fuego y una careta en la mano que era una llama.
- Si el diablo era aquel ardería en el infierno toda la eternidad por tan solo volver a ver esta visión una vez más - pensó José mientras golpeaba su pecho para saber si en realidad estaba vivo o ya muerto, si aquello era en realidad el mismísimo averno.




Y ella, atravesando la multitud que le echaba piropos y se abría para dejarla pasar, se dirigió directa hacia José, le tendió la mano y le pidió el primer baile. La orquesta comenzó a tocar, los invitados hicieron corro y el mundo se hizo más pequeño. Solo existían sus ojos, solo el momento, la música, el baile, su piel, su gracioso e informal pelo recogido en un moño, su impresionante escote, su belleza... No existía nada, nadie había en aquella sala aunque estuviera abarrotada. Solos los dos moviéndose al compás de la música, mirándose embobados, diciéndose con la mirada... Te amo.

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