El Blog de Txema
domingo, 30 de enero de 2011
lunes, 9 de noviembre de 2009
EL PAÍS DELS PAPIROFLÈXICS
Era i no era, a un lloc molt llunyà, que hi havia un lloc anomenat el País dels Papiroflèxics, on tothom es dedicava a la papiroflèxia. Però hi havia una persona que es deia Txemita, que no sabia fer res amb el paper. Tothom feia vaixells, ocelletes de paper, floretes... Però Txemita no sabia fer cap cosa semblant. Ell només sabia fer que retallar cors de paper o de cartró. I açò, segons deien els Papiroflèxics, no en tenia gens de mèrit.
Però malgrat tot, Txemita continuava retallant cors perque li encantava i se’ls regalava tothom amb l’esperança d’esser un més al País dels Papiroflèxics. Li regalava cors de totes les grandàries i colors a la seua família. Aquestos, que es graciaven de ser-ne una de les més respectables del món dels papiroflèxics, pensaven que Txemita era l’ovella negra.
- A qui li agraden els teus cors? A la gent li agraden els vaixellets i les ocellets de paper, inclòs els avions de paper.
Fes-ne quelcom de tot açò.
Però Txemita seguia fent allò que més li agradava i no deixa de fer cors de paper, perque li encantaven.
Els seus pares, farts, un dia li feren fora de casa. I Txemita se’n anà, a soles pel món, fent i regalant cors.
Al camí, Txemita pensà on anar:
- Si a mi m’agrada fer cors, podria emigrar al País dels Cors.
Però per molt que preguntà tothom amb quie es creuava, ningú no sabia on hi era aquest país. Malgrat tot, mamprengué el camí. Caminà i caminà, regalant-li cors tothom.
Els seus peus li dugueren al País dels Orxaters, però allí només pensaven en orxates i fartons. Ningú li feia cas.
Estigué també al País dels Xarcuters, però només feien que menjar pernil i formatge.
També hi estigué al País dels Homes i les Dones sense Ànima, però es clar que allí cap no sabia que significava tindré cor, perque l’ànima i el cor van units de la mà.
- No es pot tindre ànima sense tindre estima al cor – li digué un home sense ànima.
Però Txemita, sense perdre l’esperança, seguia i seguia caminant.
Molts anys pasaren i molts països visità, fins que un dia, passejant per un camí entre els arbres, es va trobar amb una xica.
- Hola! – digué Txemita – Com et diuen.
- Em diuen Ana. I a tu?
- Em diuen Txemita.
- I d’on eres Txemita?
- Del País dels Papiroflèxics.
- Com mola! – li digué Ana- Em pots fer un ocell de paper?
Aleshores, Txemita, que estava molt content per tindre una nova amiga es posà molt trist i li digué:
- No sé fer ni ocellets de paper, ni vaixells ni avions. Només sé retallar cors.
De sobte, Ana sorprengué Txemita i, per primera volta a la seua vida, escoltà les paraules més màgiques que mai hagués escoltat. Ana li digué:
- Què guai! Em faries un cor per mi, per favor?
Txemita, sense poder creure-se-lo, es posà molt content i començà a retallar un cor amb una cartolina rosa molt bonica que tenia per a les ocasions especials, quan es sentia trist. Llavors, sempre feia un cor per a si mateix. Però ara, feliç i content, començà a retallar el cor per Ana. Les mans li tremolaven i no podia llevar-se el somriure de la cara. Ana també somreia i estava molt contenta de que algú volguera regalar-li un cor, doncs mai ningú l’havia regalat un. Quan Txemita havia acabat, amb un somriure de orella a orella li ho donà Ana, qui molt contenta digué:
- Jo era del País de les Abraçades, però em vaig anar perque no m’agrada fer abraçades. Només m’agrada fer besades. Però mai ningú no en volia cap de les meues besades. Per això me’n aní... Però si vols puc fer-te una besada. Se fer-les molt bé.
- Val! –digué Txemita- A mi mai ningú no m’ha fet una besada...
Aleshores, Ana s’acostà i li va fer una besada. Txemita va posar-se roig, doncs era allò més bonic que no mai ningú li havia regalat. No s’ho podia creure.
Des d’eixe dia Ana i Txemita foren molt amics, i quan algú dels dos estava trist, es retallaven un cor i es fien una besada.
I conte contat, conte acabat... Vos ha agradat?
lunes, 1 de junio de 2009
Las motos y yo.
Estos días, que mis alumnos están haciendo exámenes, yo ando muy aburrido por clase. Tanto que me da por escribir en el portátil mientras ellos escriben con sus bolis y se sacan las xullas... Pero no saben que aunque se las saquen en este examen no les va a servir de nada ¿Cómo si no se van a meter 850 años de historia en unos diminutos papelitos? Y si lo consiguen, sólo por el esfuerzo merecen que no les pille.
Bueno a lo que iba. Qué soy el miembro fantasma del motoclub. Tengo 6 meses una harley que te cagas y aún, no he pasado de los 1200 kilómetros. Mi mujer y mis hijos no me dan tregua los fines de semana y me es imposible salir. Los viernes estoy tan cansado que no puedo ir a la hora petakas y las salidas como la de jerez ahora mismo son imposibles para mi. Pero bueno, me he comprado una moto para toda la vida y espero que cuando crezcan me pueda escapar con más asiduidad. De momento y para que me conozcais, he escrito esta pequeñita historia, para entretenerme más que nada y porque veo que el blog está un poco parado ultimamente... allá va. Hasta pronto:
- Hola, soy Txema, miembro fantasma de DKSHYTOT.
-Hola Txema Bienvenido... Abre tu corazón... (responden todos los que están sentados en el círculo con una petaka en la mano)
-He tenido moto desde los 16 años.
- Cuentanos tu experiencia hermano, libera tu mente... (dice el orientador de moteros anónimos)
- Mi primera vespino ax me costó 115.000 pesetas y me la compré con el primer sueldo que gané el verano que cumplí los 16 limpiando crsitales en la central de Bancaja aquí en Valencia. Mis padres no querían pero, según me dieron el dinero en un sobre, me fui al concesionario y me la traje a casa. La pagué a tocateja y aún me sobraron 5000 pelas que tuve el detalle de darle a mi madre (casi me mata, pero al final me entendieron)
Esta vespino (mi Ricarda, por Ricardo Arias, mi idolo futbolístico de entonces) me duró bastantes años, hasta los 21. Un día 20 de abril del 90, como la canción de celtas cortos, mientras hacía un examen de Historia Medieval en la Facultad, me la robaron de la puerta del aulario (Ay mi ricarda bonita, donde estarás) Yo le había jurado amor eterno y que, aunque me comprara otra, siempre la conservaría... Pero no puedo ser)
Le compuse una canción, un tango para más señas, y la andé cantando por ahí en mis bolos del grupo de rock que todos tenemos en los años de Universidad, o al menos yo tuve...
El disgusto fue de tal calibre, que mis padres me compraron otra ese año por reyes. Una Velofax, blanca también a quien bauticé con el nombre de Burrita, por un tal Burrito Ortega que fichó el Valencia ese año.
A la Burrita la tuve también casi siete años. Al final, cuando iba a trabajar al cole con mi Burri, mis alumnos me vacilaban y me decían que tenían mejor moto que yo, y era verdad. La Burrita se la regalé a mi ahijda de Madrid y aún anda por el barrio de Usera, con su pegatina del Valencia en la matrícula. Al final me decidí y me compré una de esas motos que siempre había querido tener pero que nunca me llegaba el dinero.
Una Yamaha 250 Special de color negro, del año 86. Una moto clásica, dura, resistente, que jamás me dejó tirado, y eso que solo tenía 10 años menos que yo. La bauticé, por su color y porque me estaba leyendo el Alejandro de Manfredi en ese momento, como no, con el nombre de Bucéfalo. Y desde el mismo momento en que me la compré, empecé a ahorrar para comprarme la Harley, el sueño de mi vida motera.
Han sido cuatro años de ahorrar todo lo ahorrable. He dado clases de bailes de salón, he entrenado 7 equipos de basquet en el cole ( no a la vez claro, sólo dos por año) he rascado aquí y allá, 10 por aquí, 50 por allá, 25 de esto, 30 de lo otro.. Y un cerdito entero lleno de monedas de dos euros. Una hormiguita con un objetivo claro: una harley davidson. Estas navidades, con el último arreón de la paga, me fui al concesionario y me traje mi 883 R de color negro... PRECIOSA.
Tengo moto para toda mi vida,. y ya puedo ya, porque me ha costado 9000 eurazos, pero que narices, ha valido la pena este esfuerzo por llevar entre mis piernas a Genitor (sí, sí, el caballo favorito de César)
Aún no se puede decir que sea motero, ni he hecho ninguna ruta larga. Soy más motero de ciudad, pero poco a poco todo se andará. Mi próximo objetivo, para verano de 2010, es recorrerme Italia en moto en 20 días ¿Alguien se apunta? Y después, a los 40, la ruta 66... pero para eso necesito mucha más pasta... Tal vez si consigo escribir un best seller.....
Bueno, me he emocionado... Lamento largaros estas parrafadas.
- Plas plas plas (aplausos del grupo de moteros anónimos que aún seguían sentados en círculo.
Dormidos ya, eso si.
Bueno a lo que iba. Qué soy el miembro fantasma del motoclub. Tengo 6 meses una harley que te cagas y aún, no he pasado de los 1200 kilómetros. Mi mujer y mis hijos no me dan tregua los fines de semana y me es imposible salir. Los viernes estoy tan cansado que no puedo ir a la hora petakas y las salidas como la de jerez ahora mismo son imposibles para mi. Pero bueno, me he comprado una moto para toda la vida y espero que cuando crezcan me pueda escapar con más asiduidad. De momento y para que me conozcais, he escrito esta pequeñita historia, para entretenerme más que nada y porque veo que el blog está un poco parado ultimamente... allá va. Hasta pronto:
- Hola, soy Txema, miembro fantasma de DKSHYTOT.
-Hola Txema Bienvenido... Abre tu corazón... (responden todos los que están sentados en el círculo con una petaka en la mano)
-He tenido moto desde los 16 años.
- Cuentanos tu experiencia hermano, libera tu mente... (dice el orientador de moteros anónimos)
- Mi primera vespino ax me costó 115.000 pesetas y me la compré con el primer sueldo que gané el verano que cumplí los 16 limpiando crsitales en la central de Bancaja aquí en Valencia. Mis padres no querían pero, según me dieron el dinero en un sobre, me fui al concesionario y me la traje a casa. La pagué a tocateja y aún me sobraron 5000 pelas que tuve el detalle de darle a mi madre (casi me mata, pero al final me entendieron)
Esta vespino (mi Ricarda, por Ricardo Arias, mi idolo futbolístico de entonces) me duró bastantes años, hasta los 21. Un día 20 de abril del 90, como la canción de celtas cortos, mientras hacía un examen de Historia Medieval en la Facultad, me la robaron de la puerta del aulario (Ay mi ricarda bonita, donde estarás) Yo le había jurado amor eterno y que, aunque me comprara otra, siempre la conservaría... Pero no puedo ser)
Le compuse una canción, un tango para más señas, y la andé cantando por ahí en mis bolos del grupo de rock que todos tenemos en los años de Universidad, o al menos yo tuve...
El disgusto fue de tal calibre, que mis padres me compraron otra ese año por reyes. Una Velofax, blanca también a quien bauticé con el nombre de Burrita, por un tal Burrito Ortega que fichó el Valencia ese año.
A la Burrita la tuve también casi siete años. Al final, cuando iba a trabajar al cole con mi Burri, mis alumnos me vacilaban y me decían que tenían mejor moto que yo, y era verdad. La Burrita se la regalé a mi ahijda de Madrid y aún anda por el barrio de Usera, con su pegatina del Valencia en la matrícula. Al final me decidí y me compré una de esas motos que siempre había querido tener pero que nunca me llegaba el dinero.
Una Yamaha 250 Special de color negro, del año 86. Una moto clásica, dura, resistente, que jamás me dejó tirado, y eso que solo tenía 10 años menos que yo. La bauticé, por su color y porque me estaba leyendo el Alejandro de Manfredi en ese momento, como no, con el nombre de Bucéfalo. Y desde el mismo momento en que me la compré, empecé a ahorrar para comprarme la Harley, el sueño de mi vida motera.
Han sido cuatro años de ahorrar todo lo ahorrable. He dado clases de bailes de salón, he entrenado 7 equipos de basquet en el cole ( no a la vez claro, sólo dos por año) he rascado aquí y allá, 10 por aquí, 50 por allá, 25 de esto, 30 de lo otro.. Y un cerdito entero lleno de monedas de dos euros. Una hormiguita con un objetivo claro: una harley davidson. Estas navidades, con el último arreón de la paga, me fui al concesionario y me traje mi 883 R de color negro... PRECIOSA.
Tengo moto para toda mi vida,. y ya puedo ya, porque me ha costado 9000 eurazos, pero que narices, ha valido la pena este esfuerzo por llevar entre mis piernas a Genitor (sí, sí, el caballo favorito de César)
Aún no se puede decir que sea motero, ni he hecho ninguna ruta larga. Soy más motero de ciudad, pero poco a poco todo se andará. Mi próximo objetivo, para verano de 2010, es recorrerme Italia en moto en 20 días ¿Alguien se apunta? Y después, a los 40, la ruta 66... pero para eso necesito mucha más pasta... Tal vez si consigo escribir un best seller.....
Bueno, me he emocionado... Lamento largaros estas parrafadas.
- Plas plas plas (aplausos del grupo de moteros anónimos que aún seguían sentados en círculo.
Dormidos ya, eso si.
lunes, 1 de diciembre de 2008
La Cajita de Música
Aquella cajita se abría emitiendo un sonido suave, dulce y repetitivo. Una melodía que se metía en la cabeza: ¡Tin, ton, Tin, ton, tin, ton, tin! La cajita abierta dejaba entrever una bailarina, con su tutú, su brazo arriba y una pierna levantada en un ángulo de 90º. El color rosa de su vestido resaltaba con la blancura de su rostro y de sus manos. Sus ojos eran grandes y luminosos. El pelo negro caía sobre sus hombros entrelazado en una coleta en la nuca. Su sonrisa era misteriosa, una mezcla entre la alegría de estar disfrutando de su pirueta de baile y una extraña melancolía que se adivinaba, pues la sonrisa no era completa.
Pero lo que más fascinaba de esa cajita de música, era el nombre que aparecía en la base de la caja. No era un nombre de mujer, ni de hombre. Más bien parecía un nombre de un lugar: Martarisechev. Parecía ruso.
Fuera lo que fuera, nuestra niña sentía una especial atracción por la cajita y por su muñeca. Su madre se la había regalado con tan sólo cuatro años, cuando, por cuestiones laborales había ido a Moscú. En uno de los mercaditos junto a la Plaza Roja encontró la cajita y la compró por la coincidencia del nombre, la niña se llamaba Marta y en la cajita ponía Martarisechev. Según lo que pudo entender del poco inglés que hablaba el vendedor, Martarisechev era un pequeño pueblecito junto a los Urales, donde se contaba una triste historia de una joven que había llegado al ballet Bolsoi. Era una grandiosa bailarina, una privilegiada. Una de esas chicas que surgen cada cien años, con un don natural, una de esas bailarinas que parecen flotar en el escenario y moverse entre las notas de esa maravillosa música.
Era la estrella absoluta del ballet ruso, pero, un buen día, sin explicaciones, desapareció. Nada más se supo de ella.
Esa historia que Marta había oído de labios de su madre, junto con la misteriosa cajita, habían hecho de la pequeña niña, una gran amante del baile y de la música clásica. Desde los cuatro años, recibió clases de ballet. Adoraba danzar al ritmo de la música. Se sentía libre, feliz, invadida por un espíritu bueno, llena de dicha. Era una sensación muy difícil de describir en este humilde papel.
Todas las noches, después de sus clases volvía a casa muy cansada. Era duro tanto ensayo. Después de una cena muy frugal, se retiraba a su habitación. Pero antes de acostarse abría la cajita, y con su música practicaba una vez más las piruetas más difíciles aprendidas durante el día.
Cuando ya no podía más, se tumbaba en la cama, frente a la misteriosa y diminuta bailarina. La observaba e imaginaba moverse igual que ella, llegar a ser la mejor bailarina del Bolsoi y se dormía para soñar que un día, harían cajitas de música como aquella, pero sería ella la representada en la muñeca y todas las niñas del mundo, soñarían junto a sus cajitas, durmiéndose felices.
Pasaron los años y la vida fue muy generosa con Marta. Sus esfuerzos habían sido muchos pero se habían visto recompensados. Ahora, con 15 años, era una de las bailarinas del ballet nacional de España y eso, le estaba permitiendo viajar por todo el mundo. Londres, París, Roma, Nueva Cork,… Pero sus nervios se dispararon al escuchar de boca de su director que el próximo viaje sería a Moscú. Bailarían en el Bolsoi.
Ella había mantenido sus costumbres de niña y allá donde iba, llevaba su cajita rusa. Aquella historia de su niñez se había convertido casi casi en una novela de amor y aventuras gracias a su imaginación.
Por una parte, deseaba conocer en vivo y en directo aquellos lugares, donde sus sueños habían situado los escenarios de la historia de la muñequita de su caja. Pero por otra parte, tenía miedo. Miedo de que se rompiera el embrujo, la magia de aquella historia que le había dado fuerzas y ánimos para luchar por ser bailarina.
El viaje se hizo interminable y al llegar, un frío negro les esperaba. No sabía cuántos grados bajo cero marcaría el termómetro, pero seguro que pasaban de los veinte. Tenía miedo sólo de una cosa, de una tontería, que su cajita rosa se congelara y no funcionara. Pero afortunadamente no fue así.
Pasaron unos duros días de ensayos antes del estreno. En esos días, Marta observaba todo con los ojos como platos. La imaginación se le disparaba y creía ver su bailarina por todos los sitios. La buscaba en el camerino, entre bambalinas, notaba su esencia en el escenario… Y eso se notó.
Bailó como nunca lo había hecho. Flotaba en el escenario, transmitía la emoción que sentía a todo el mundo. Sus compañeros alucinaron, su director estaba encantado, los rusos no daban crédito a sus ojos. Los aplausos se escuchaban hasta en los ensayos.
La noche antes del estreno, Marta, sola en su habitación, volvió a abrir su cajita. La música inundó la estancia y ella observó de nuevo a su pequeña bailarina.
- Quisiera ser como tú y dedicarte mi actuación de mañana – le decía – tal vez nunca hayas existido, pero para mí, eres real. Trataré de estar a la altura mañana.
Al día siguiente, el ballet del Bolsoi registró un lleno histórico.
Marta bailó como los ángeles y el triunfo fue atronador. Toda la prensa internacional recogió el éxito del ballet nacional y más en concreto de su primera bailarina.
La puerta del camerino sonó y Marta la abrió. Una mujer mayor, de unos 60 años, estaba delante de la puerta. Al verse delante de Marta, sus ojos se pusieron brillantes y una lágrima se deslizó entre las arrugas de su rostro.
- Llevo cuarenta años enseñando a bailar a niñas y jamás había visto algo igual. Mi más sincera enhorabuena, niña – dijo en un inglés con un fuerte acento ruso.
- Muchas gracias, señora, es un honor escuchar sus palabras.
- Me has recordado mi juventud. He visto la emoción en ti, el sentimiento que desprendías. Ha sido increíble. Sólo quería decirte eso, niña. Nunca dejes de bailar – dijo mientras se dirigía a la puerta del camerino.
- Gracias de nuevo. No olvidaré sus palabras. Por cierto, ¿me puede decir su nombre, señora?
- Mi nombre es Olga Martarisechev – dijo mientras cerraba la puerta – tú sabes muy bien quién soy. Me tienes ahí, en tu cajita – y cerró la puerta.
Marta, perpleja por unos instantes, reaccionó y se abalanzó sobre la puerta. La abrió, pero allí no había nadie. “¿Lo habré soñado?”, se preguntaba. Pero no, ella sabía que no. Abrió su cajita y de nuevo observó su muñequita. Eran esos mismos ojos y esa misma misteriosa sonrisa.
Marta nunca dejó de bailar. Además, en Moscú, las cajitas dejaron de llevar el nombre de Martarisechev en la base de la caja, para llevar simplemente el nombre de Marta.
Su sueño se había hecho realidad.
Pero lo que más fascinaba de esa cajita de música, era el nombre que aparecía en la base de la caja. No era un nombre de mujer, ni de hombre. Más bien parecía un nombre de un lugar: Martarisechev. Parecía ruso.
Fuera lo que fuera, nuestra niña sentía una especial atracción por la cajita y por su muñeca. Su madre se la había regalado con tan sólo cuatro años, cuando, por cuestiones laborales había ido a Moscú. En uno de los mercaditos junto a la Plaza Roja encontró la cajita y la compró por la coincidencia del nombre, la niña se llamaba Marta y en la cajita ponía Martarisechev. Según lo que pudo entender del poco inglés que hablaba el vendedor, Martarisechev era un pequeño pueblecito junto a los Urales, donde se contaba una triste historia de una joven que había llegado al ballet Bolsoi. Era una grandiosa bailarina, una privilegiada. Una de esas chicas que surgen cada cien años, con un don natural, una de esas bailarinas que parecen flotar en el escenario y moverse entre las notas de esa maravillosa música.
Era la estrella absoluta del ballet ruso, pero, un buen día, sin explicaciones, desapareció. Nada más se supo de ella.
Esa historia que Marta había oído de labios de su madre, junto con la misteriosa cajita, habían hecho de la pequeña niña, una gran amante del baile y de la música clásica. Desde los cuatro años, recibió clases de ballet. Adoraba danzar al ritmo de la música. Se sentía libre, feliz, invadida por un espíritu bueno, llena de dicha. Era una sensación muy difícil de describir en este humilde papel.
Todas las noches, después de sus clases volvía a casa muy cansada. Era duro tanto ensayo. Después de una cena muy frugal, se retiraba a su habitación. Pero antes de acostarse abría la cajita, y con su música practicaba una vez más las piruetas más difíciles aprendidas durante el día.
Cuando ya no podía más, se tumbaba en la cama, frente a la misteriosa y diminuta bailarina. La observaba e imaginaba moverse igual que ella, llegar a ser la mejor bailarina del Bolsoi y se dormía para soñar que un día, harían cajitas de música como aquella, pero sería ella la representada en la muñeca y todas las niñas del mundo, soñarían junto a sus cajitas, durmiéndose felices.
Pasaron los años y la vida fue muy generosa con Marta. Sus esfuerzos habían sido muchos pero se habían visto recompensados. Ahora, con 15 años, era una de las bailarinas del ballet nacional de España y eso, le estaba permitiendo viajar por todo el mundo. Londres, París, Roma, Nueva Cork,… Pero sus nervios se dispararon al escuchar de boca de su director que el próximo viaje sería a Moscú. Bailarían en el Bolsoi.
Ella había mantenido sus costumbres de niña y allá donde iba, llevaba su cajita rusa. Aquella historia de su niñez se había convertido casi casi en una novela de amor y aventuras gracias a su imaginación.
Por una parte, deseaba conocer en vivo y en directo aquellos lugares, donde sus sueños habían situado los escenarios de la historia de la muñequita de su caja. Pero por otra parte, tenía miedo. Miedo de que se rompiera el embrujo, la magia de aquella historia que le había dado fuerzas y ánimos para luchar por ser bailarina.
El viaje se hizo interminable y al llegar, un frío negro les esperaba. No sabía cuántos grados bajo cero marcaría el termómetro, pero seguro que pasaban de los veinte. Tenía miedo sólo de una cosa, de una tontería, que su cajita rosa se congelara y no funcionara. Pero afortunadamente no fue así.
Pasaron unos duros días de ensayos antes del estreno. En esos días, Marta observaba todo con los ojos como platos. La imaginación se le disparaba y creía ver su bailarina por todos los sitios. La buscaba en el camerino, entre bambalinas, notaba su esencia en el escenario… Y eso se notó.
Bailó como nunca lo había hecho. Flotaba en el escenario, transmitía la emoción que sentía a todo el mundo. Sus compañeros alucinaron, su director estaba encantado, los rusos no daban crédito a sus ojos. Los aplausos se escuchaban hasta en los ensayos.
La noche antes del estreno, Marta, sola en su habitación, volvió a abrir su cajita. La música inundó la estancia y ella observó de nuevo a su pequeña bailarina.
- Quisiera ser como tú y dedicarte mi actuación de mañana – le decía – tal vez nunca hayas existido, pero para mí, eres real. Trataré de estar a la altura mañana.
Al día siguiente, el ballet del Bolsoi registró un lleno histórico.
Marta bailó como los ángeles y el triunfo fue atronador. Toda la prensa internacional recogió el éxito del ballet nacional y más en concreto de su primera bailarina.
La puerta del camerino sonó y Marta la abrió. Una mujer mayor, de unos 60 años, estaba delante de la puerta. Al verse delante de Marta, sus ojos se pusieron brillantes y una lágrima se deslizó entre las arrugas de su rostro.
- Llevo cuarenta años enseñando a bailar a niñas y jamás había visto algo igual. Mi más sincera enhorabuena, niña – dijo en un inglés con un fuerte acento ruso.
- Muchas gracias, señora, es un honor escuchar sus palabras.
- Me has recordado mi juventud. He visto la emoción en ti, el sentimiento que desprendías. Ha sido increíble. Sólo quería decirte eso, niña. Nunca dejes de bailar – dijo mientras se dirigía a la puerta del camerino.
- Gracias de nuevo. No olvidaré sus palabras. Por cierto, ¿me puede decir su nombre, señora?
- Mi nombre es Olga Martarisechev – dijo mientras cerraba la puerta – tú sabes muy bien quién soy. Me tienes ahí, en tu cajita – y cerró la puerta.
Marta, perpleja por unos instantes, reaccionó y se abalanzó sobre la puerta. La abrió, pero allí no había nadie. “¿Lo habré soñado?”, se preguntaba. Pero no, ella sabía que no. Abrió su cajita y de nuevo observó su muñequita. Eran esos mismos ojos y esa misma misteriosa sonrisa.
Marta nunca dejó de bailar. Además, en Moscú, las cajitas dejaron de llevar el nombre de Martarisechev en la base de la caja, para llevar simplemente el nombre de Marta.
Su sueño se había hecho realidad.
miércoles, 19 de noviembre de 2008
El baile de máscaras
Ultimamente me ha dado por escribir cuentecillos cuando estoy tranquilo y no puedo dormir. Éste, es uno de ellos. Espero que os guste.
EL BAILE DE MÁSCARAS.
La travesía había sido buena. Las aguas intranquilas del Cantábrico habían sido benévolas con el Pentesilea, un barco en apariencia mercante, pero lleno de piratas, con poca carga y veloz como un delfín. En él, viajaba una pasajera muy especial.
En pocos días, Ana, única heredera del condado de Udaxa, había conquistado el corazón de su capitán, Don José, Marqués de Zaidia, el ahora peligroso pirata que, en otros tiempos, fuera el mejor soldado de Su Majestad, pero al que una traición le hizo huir y lanzarse al mar como única forma de supervivencia. Ana, había caído en sus manos por un afortunado abordaje, pero Cupido había hecho de las suyas a bordo del galeón y había convertido al más fiero de los piratas, en un ser completamente generoso y entregado al amor. Ella, en tan solo unos días había conseguido lo que nadie, ablandar el alma del más temido capitán del Mediterráneo.
A pesar que los días habían sido maravillosos en compañía de ella, jamás osó ponerle una mano encima. Él era un caballero, a pesar que ya casi ni lo recordara y ella era una princesa, tan bella, tan dulce, tan tierna, tan cariñosa... La rosa que todo hombre desea encontrar alguna vez en su vida. Pero aquello no era vida. Él tenía que llevar a efecto su venganza, era el motor de su vida, aunque ya no sabía muy bien si lo que le movía era eso o el volver a ver a su dama. El mundo había girado, aquello que ayer era sagrado, hoy carecía de importancia. El sol ya no brillaba en el cielo. Lo hacía en los ojos de su amada. Pero prometió devolverla a su casa y eso se disponía a hacer. La amaba sí, más que a nada, pero no podía ofrecerle nada.
Durante los días de travesía Don José hubo de enfrentarse a su tripulación, reacios a abandonar las aguas del Mediterráneo y a navegar por las peligrosas costas del mar Océano. Pero él se había empeñado en hacer aquel viaje inolvidable para Ana, visitando las más hermosas playas andaluzas, las calas más desiertas y bonitas del sur de Portugal, Lisboa, aquella inexpugnable ciudad, las magníficas vistas de las costas gallegas y así, hasta llegar a Santurce donde se disponían a atracar, camuflados de comerciantes venecianos. El cumpliría su promesa y llevaría a Ana a salvo, de nuevo a casa. A los hombres les pacificó y convenció cobrando los rescates del resto de los pasajeros de aquel abordaje y atracando en los puertos de Palos, de Estoril, de La Coruña, donde los marineros dilapidaron sus pagas mientras Ana y José disfrutaban de la vida y de su amor.
Todo parecía distinto. Los días eran más cortos, las risas más frecuentes, los vestidos más hermosos, las estrellas brillaban más cuando de noche y antes de embarcar, paseaban juntos por la orilla de la playa hablando de sus vidas, de sus sueños, de sus ilusiones, de sus proyectos, de sus pasadas aventuras, de sus amores imposibles y de lo que era hoy una realidad, que estaban juntos, que podían disfrutar y mañana, todo volvería a la normalidad, a la rutina de sus vidas, tan cercanas esos días pero, en el fondo tan distintas.
José, se ofreció a bajar con ella por la ría hasta llegar a Bilbao. Allí, la dejaría antes de entrar en sus tierras. Tenían la coartada preparada y era que, un mercante veneciano la había rescatado de las aguas del Mediterráneo a las que saltó cuando un abordaje salvaje de unos temibles piratas mandó el barco donde viajaba, de regreso de Roma, al fondo del mar. El marino no se podía quedar para recibir el agradecimiento de la familia pues tenia que partir hacia Rótterdam para intercambiar su valiosa mercancía, antes que el otoño hiciera más peligrosa la travesía por las costas de Normandía, pero volvería algún día para hacerle una visita y mandaba a su piloto (que en realidad era José) para asegurar su llegada sana y salva, pero con orden de partir en cuanto ella entrara en su casa.
Pero mientras ambos bajaban por la ría, conscientes que aquel era su último día juntos, ella estaba seria, inusualmente seria y triste, mientras que él, no quería estarlo, hacia esfuerzos por no pensarlo, pero en el fondo su corazón sentía un profundo pesar. Y un rato antes de llegar, Ana sin previo aviso, reconociendo aquellas costa y sabiendo que había unos pastos a la ribera de la ría, le pidió por favor al barquero que parar un momento. José le dejo hacer y una vez detenidos, le pidió por favor que le acompañara a su último paseo juntos.
- Quiero que te quedes, aunque sea un par de días. Quiero que veas como es mi vida, como paso los días y las noches, como soy yo en realidad, pues contigo he aprendido lo que es la felicidad que hasta ahora creí que era lo que sentía en este lugar, pero no. Sin ti ya nada será igual.
- Pero sabes que cuanto más me quede peor será la despedida - replicó nuestro capitán.
- Lo sé, pero quiero que sepas la vida de tranquilidad que te espera por si algún día decides regresar. Yo te estaré esperando por que...
- ¿Me amas? Porque eso es lo que yo siento en mi corazón, lo que yo vivo cada segundo con sinceridad y con pasión. Lo que me hace pensar que debo de volver algún día. Pero aun no. Antes debo cumplimentar mi venganza. Nunca me lo perdonaría. Sería un hombre sin honor y eso para mí comprende que es lo más importante en esta vida, aunque ya no la comprendería sin ti.
- Vuelve José, quiero besar tus labios una vez más, aunque tardes muchos años. Vuelve. Te recibiré con una sonrisa y un beso. Te lo juro. Mi amor es eterno.
- ¿Sabes? Antes de conocerte no me importaba morir en la consecución de mi venganza, quería ver muertos a mis enemigos y me preguntaba que haría después, pues mi vida estaría vacía si lo conseguía. Pero ya no. Ahora mi vida siempre estará vacía mientras no vuelva a tu orilla. Tú eres mi paraíso y el del cielo puede esperar.
Y se fundieron en un abrazo y un largo y cálido beso que ninguno de los dos jamás podría olvidar. Pero en ese instante, un grito del barquero rompió el dulce silencio lleno de complicidad y de enamoradas miradas recordándoles que la noche se acercaba y que tenían que regresar a la realidad.
Cuando Ana entró en su casa, la cara de tristeza se tornó en pura felicidad. Estaba de nuevo en su hogar, con los suyos. Aquella tierra que siempre amó y que no pensó en volver a ver jamás. Allí estaba, y aunque su corazón regresara a las aguas en compañía de José, quiso pensar que algún día volvería, trayéndole de nuevo la felicidad completa, el amor que había descubierto por primera vez en los brazos de aquel hombre, surcando los mares.
La casa se alborotó, los gritos de alegría, las carreras de los criados, los llantos de sus padres, los abrazos de sus allegados hicieron que aquella se convirtiera en un caos y que nadie reparara en José que en un rincón admiraba la algarabía, contento por haberla devuelto pero con el corazón partido en dos mil pedazos. No sabía donde el destino le llevaría, aunque tenía muy claro lo que él quería que le regalara, los brazos de aquella hermosa doncella que le había robado para siempre el corazón.
Sus padres decidieron hacer una fiesta al día siguiente para celebrar y compartir la alegría de que su hija, su única hija había vuelto al hogar. Y la fiesta era de disfraces, la moda francesa que en aquella época, era lo habitual. A José no le dejaron marchar. Sería el invitado de honor en agradecimiento por haber devuelto a su niña a casa sana y salva. Él aceptó sólo por una razón, poder bailar con Ana el último baile de aquella hermosa canción que había sido conocerla y que siempre guardaría en su interior, como el recuerdo más bonito de su vida.
La noche del día siguiente llegó y toda la nobleza del lugar se concentró en aquella mansión ataviada con sus mejores galas. José tenía poco para elegir y aceptó el préstamo de un amigo de la familia que le ofreció un disfraz de pirata para la ocasión.
¡Qué ironía! - pensó José - si supieran que es mi ropa diaria -. Y rió para sus adentros. Pero pasó algo que hizo que a José se le parara el corazón por un instante.
Cuando la fiesta estaba ya llena de gente con los más diversos disfraces, la orquesta paró de tocar mientras dos criados golpeaban el suelo con sus enormes bastones para que todo el mundo prestara atención:
- ¡ Toc, Toc, Toc ! La heredera del condado de Udaxa - exclamaron mientras se retiraban hacia un lado y el silencio se truncó con unos gritos de admiración, mientras a José, se le detenía el corazón.
Allí estaba ella, tan majestuosa, tan linda, tan espectacular, tan hermosa... Llevaba un traje largo rojo con los puños y el escote bordado en hilo de oro simulando llamas de fuego y una careta en la mano que era una llama.
- Si el diablo era aquel ardería en el infierno toda la eternidad por tan solo volver a ver esta visión una vez más - pensó José mientras golpeaba su pecho para saber si en realidad estaba vivo o ya muerto, si aquello era en realidad el mismísimo averno.
Y ella, atravesando la multitud que le echaba piropos y se abría para dejarla pasar, se dirigió directa hacia José, le tendió la mano y le pidió el primer baile. La orquesta comenzó a tocar, los invitados hicieron corro y el mundo se hizo más pequeño. Solo existían sus ojos, solo el momento, la música, el baile, su piel, su gracioso e informal pelo recogido en un moño, su impresionante escote, su belleza... No existía nada, nadie había en aquella sala aunque estuviera abarrotada. Solos los dos moviéndose al compás de la música, mirándose embobados, diciéndose con la mirada... Te amo.
EL BAILE DE MÁSCARAS.
La travesía había sido buena. Las aguas intranquilas del Cantábrico habían sido benévolas con el Pentesilea, un barco en apariencia mercante, pero lleno de piratas, con poca carga y veloz como un delfín. En él, viajaba una pasajera muy especial.
En pocos días, Ana, única heredera del condado de Udaxa, había conquistado el corazón de su capitán, Don José, Marqués de Zaidia, el ahora peligroso pirata que, en otros tiempos, fuera el mejor soldado de Su Majestad, pero al que una traición le hizo huir y lanzarse al mar como única forma de supervivencia. Ana, había caído en sus manos por un afortunado abordaje, pero Cupido había hecho de las suyas a bordo del galeón y había convertido al más fiero de los piratas, en un ser completamente generoso y entregado al amor. Ella, en tan solo unos días había conseguido lo que nadie, ablandar el alma del más temido capitán del Mediterráneo.
A pesar que los días habían sido maravillosos en compañía de ella, jamás osó ponerle una mano encima. Él era un caballero, a pesar que ya casi ni lo recordara y ella era una princesa, tan bella, tan dulce, tan tierna, tan cariñosa... La rosa que todo hombre desea encontrar alguna vez en su vida. Pero aquello no era vida. Él tenía que llevar a efecto su venganza, era el motor de su vida, aunque ya no sabía muy bien si lo que le movía era eso o el volver a ver a su dama. El mundo había girado, aquello que ayer era sagrado, hoy carecía de importancia. El sol ya no brillaba en el cielo. Lo hacía en los ojos de su amada. Pero prometió devolverla a su casa y eso se disponía a hacer. La amaba sí, más que a nada, pero no podía ofrecerle nada.
Durante los días de travesía Don José hubo de enfrentarse a su tripulación, reacios a abandonar las aguas del Mediterráneo y a navegar por las peligrosas costas del mar Océano. Pero él se había empeñado en hacer aquel viaje inolvidable para Ana, visitando las más hermosas playas andaluzas, las calas más desiertas y bonitas del sur de Portugal, Lisboa, aquella inexpugnable ciudad, las magníficas vistas de las costas gallegas y así, hasta llegar a Santurce donde se disponían a atracar, camuflados de comerciantes venecianos. El cumpliría su promesa y llevaría a Ana a salvo, de nuevo a casa. A los hombres les pacificó y convenció cobrando los rescates del resto de los pasajeros de aquel abordaje y atracando en los puertos de Palos, de Estoril, de La Coruña, donde los marineros dilapidaron sus pagas mientras Ana y José disfrutaban de la vida y de su amor.
Todo parecía distinto. Los días eran más cortos, las risas más frecuentes, los vestidos más hermosos, las estrellas brillaban más cuando de noche y antes de embarcar, paseaban juntos por la orilla de la playa hablando de sus vidas, de sus sueños, de sus ilusiones, de sus proyectos, de sus pasadas aventuras, de sus amores imposibles y de lo que era hoy una realidad, que estaban juntos, que podían disfrutar y mañana, todo volvería a la normalidad, a la rutina de sus vidas, tan cercanas esos días pero, en el fondo tan distintas.
José, se ofreció a bajar con ella por la ría hasta llegar a Bilbao. Allí, la dejaría antes de entrar en sus tierras. Tenían la coartada preparada y era que, un mercante veneciano la había rescatado de las aguas del Mediterráneo a las que saltó cuando un abordaje salvaje de unos temibles piratas mandó el barco donde viajaba, de regreso de Roma, al fondo del mar. El marino no se podía quedar para recibir el agradecimiento de la familia pues tenia que partir hacia Rótterdam para intercambiar su valiosa mercancía, antes que el otoño hiciera más peligrosa la travesía por las costas de Normandía, pero volvería algún día para hacerle una visita y mandaba a su piloto (que en realidad era José) para asegurar su llegada sana y salva, pero con orden de partir en cuanto ella entrara en su casa.
Pero mientras ambos bajaban por la ría, conscientes que aquel era su último día juntos, ella estaba seria, inusualmente seria y triste, mientras que él, no quería estarlo, hacia esfuerzos por no pensarlo, pero en el fondo su corazón sentía un profundo pesar. Y un rato antes de llegar, Ana sin previo aviso, reconociendo aquellas costa y sabiendo que había unos pastos a la ribera de la ría, le pidió por favor al barquero que parar un momento. José le dejo hacer y una vez detenidos, le pidió por favor que le acompañara a su último paseo juntos.
- Quiero que te quedes, aunque sea un par de días. Quiero que veas como es mi vida, como paso los días y las noches, como soy yo en realidad, pues contigo he aprendido lo que es la felicidad que hasta ahora creí que era lo que sentía en este lugar, pero no. Sin ti ya nada será igual.
- Pero sabes que cuanto más me quede peor será la despedida - replicó nuestro capitán.
- Lo sé, pero quiero que sepas la vida de tranquilidad que te espera por si algún día decides regresar. Yo te estaré esperando por que...
- ¿Me amas? Porque eso es lo que yo siento en mi corazón, lo que yo vivo cada segundo con sinceridad y con pasión. Lo que me hace pensar que debo de volver algún día. Pero aun no. Antes debo cumplimentar mi venganza. Nunca me lo perdonaría. Sería un hombre sin honor y eso para mí comprende que es lo más importante en esta vida, aunque ya no la comprendería sin ti.
- Vuelve José, quiero besar tus labios una vez más, aunque tardes muchos años. Vuelve. Te recibiré con una sonrisa y un beso. Te lo juro. Mi amor es eterno.
- ¿Sabes? Antes de conocerte no me importaba morir en la consecución de mi venganza, quería ver muertos a mis enemigos y me preguntaba que haría después, pues mi vida estaría vacía si lo conseguía. Pero ya no. Ahora mi vida siempre estará vacía mientras no vuelva a tu orilla. Tú eres mi paraíso y el del cielo puede esperar.
Y se fundieron en un abrazo y un largo y cálido beso que ninguno de los dos jamás podría olvidar. Pero en ese instante, un grito del barquero rompió el dulce silencio lleno de complicidad y de enamoradas miradas recordándoles que la noche se acercaba y que tenían que regresar a la realidad.
Cuando Ana entró en su casa, la cara de tristeza se tornó en pura felicidad. Estaba de nuevo en su hogar, con los suyos. Aquella tierra que siempre amó y que no pensó en volver a ver jamás. Allí estaba, y aunque su corazón regresara a las aguas en compañía de José, quiso pensar que algún día volvería, trayéndole de nuevo la felicidad completa, el amor que había descubierto por primera vez en los brazos de aquel hombre, surcando los mares.
La casa se alborotó, los gritos de alegría, las carreras de los criados, los llantos de sus padres, los abrazos de sus allegados hicieron que aquella se convirtiera en un caos y que nadie reparara en José que en un rincón admiraba la algarabía, contento por haberla devuelto pero con el corazón partido en dos mil pedazos. No sabía donde el destino le llevaría, aunque tenía muy claro lo que él quería que le regalara, los brazos de aquella hermosa doncella que le había robado para siempre el corazón.
Sus padres decidieron hacer una fiesta al día siguiente para celebrar y compartir la alegría de que su hija, su única hija había vuelto al hogar. Y la fiesta era de disfraces, la moda francesa que en aquella época, era lo habitual. A José no le dejaron marchar. Sería el invitado de honor en agradecimiento por haber devuelto a su niña a casa sana y salva. Él aceptó sólo por una razón, poder bailar con Ana el último baile de aquella hermosa canción que había sido conocerla y que siempre guardaría en su interior, como el recuerdo más bonito de su vida.
La noche del día siguiente llegó y toda la nobleza del lugar se concentró en aquella mansión ataviada con sus mejores galas. José tenía poco para elegir y aceptó el préstamo de un amigo de la familia que le ofreció un disfraz de pirata para la ocasión.
¡Qué ironía! - pensó José - si supieran que es mi ropa diaria -. Y rió para sus adentros. Pero pasó algo que hizo que a José se le parara el corazón por un instante.
Cuando la fiesta estaba ya llena de gente con los más diversos disfraces, la orquesta paró de tocar mientras dos criados golpeaban el suelo con sus enormes bastones para que todo el mundo prestara atención:
- ¡ Toc, Toc, Toc ! La heredera del condado de Udaxa - exclamaron mientras se retiraban hacia un lado y el silencio se truncó con unos gritos de admiración, mientras a José, se le detenía el corazón.
Allí estaba ella, tan majestuosa, tan linda, tan espectacular, tan hermosa... Llevaba un traje largo rojo con los puños y el escote bordado en hilo de oro simulando llamas de fuego y una careta en la mano que era una llama.
- Si el diablo era aquel ardería en el infierno toda la eternidad por tan solo volver a ver esta visión una vez más - pensó José mientras golpeaba su pecho para saber si en realidad estaba vivo o ya muerto, si aquello era en realidad el mismísimo averno.
Y ella, atravesando la multitud que le echaba piropos y se abría para dejarla pasar, se dirigió directa hacia José, le tendió la mano y le pidió el primer baile. La orquesta comenzó a tocar, los invitados hicieron corro y el mundo se hizo más pequeño. Solo existían sus ojos, solo el momento, la música, el baile, su piel, su gracioso e informal pelo recogido en un moño, su impresionante escote, su belleza... No existía nada, nadie había en aquella sala aunque estuviera abarrotada. Solos los dos moviéndose al compás de la música, mirándose embobados, diciéndose con la mirada... Te amo.
jueves, 6 de noviembre de 2008
El Reino de los Papirofléxios
AQUÍ OS DEJO UNO DE LOS CUENTOS QUE, POR LAS NOCHES Y CON VOZ MUY BAJITA, ME INVENTO Y LE CUENTO A MIS NIÑOS PARA QUE SE DUERMAN. ÉSTE ES MUY ESPECIAL PARA MI, ME GUSTA MUCHO POR EL MOMENTO EN QUE SURGIÓ. ESPERO QUE OS GUSTE.
Erase una vez, en un lugar muy lejano, existía un lugar llamado el Reino de los Papiroflexios, todos se dedicaban a la papiroflexia, pero Txemita no sabia hacer nada con el papel. La gente hacia barquitos, pajaritas, florecitas… Pero Txemita no sabia hacer nada de eso, solo recortar corazones. Pero eso, según decían los Papiroflexios, eso no tenía mérito.
De todos modos a Txemita le encantaba recortar corazones y se los regalaba a todo el mundo con la esperanza de ser uno más en el Reino de los Papiroflexios. Le regalaba corazones a su familia, pero ésta, que era de las mejores familias papiroflexias del mundo, pensaba que Txemita era la oveja negra.
-¿A quien le gustan los corazones? A la gente le gustan las pajaritas o los barquitos, incluso los aviones de papel.
Pero Txemita no dejaba de hacer corazones, le encantaban los corazones. Sus padres, hartos, le echaron de casa. Y allá que se fue Txemita, solo por el mundo, haciendo y regalando corazones.
Txemita, cansado de que nadie quisiera sus corazones, decidió emigrar al País de los Corazones, pero nadie sabia donde estaba. A pesar de eso,decidió emprender el camino. Anduvo y anduvo, regalándole sus corazones a todo el mundo.
Estuvo en el país de lo Horchateros; pero allí sólo pensaban en horchatas y fartones y nadie le hacia caso. Estuvo también en el país de los Charcuteros; pero allí sólo se dedicaban a comer jamón y chorizo. Estuvo también en el país de los Hombres sin Alma, y allí claro, nadie sabía lo que era tener corazón, pues el alma y el corazón van unidos de la mano. No se puede tener alma sin albergar cariño en el corazón, le dijo un hombre sin alma. Pero el seguía caminando. Estuvo años andando y visitando muchos países, hasta que al final un día, paseando por un camino entre unos árboles, se encontró con una chica:
-¡Hola!-Dijo Txemita-¿cómo te llamas?
-Me llamo Ana ¿y tú?
-Yo Txemita.
-Y ¿de dónde eres Txemita?
-Del país de los Papiroflexios.
-¡Cómo mola!-Le dijo Ana-¿Me haces una pajarita?
Entonces Txemita, que estaba muy contento de tener una amiga, se puso triste y le dijo:
-No sé hacer pajaritas ni avioncitos, sólo corazones.
Pero de repente Ana sorprendió a Txemita, y por primera vez en toda su vida escuchó las palabras más mágicas que nunca hubiera escuchado. Ana le dijo:
-¡Qué guay! ¿Me haces un corazón a mí?
Txemita sin podérselo creer, se puso muy contento y empezó a recortar un corazón en una cartulina rosa muy chula que tenía para las ocasiones especiales en las que se sentía triste, entonces siempre se hacía un corazón para si mismo. Feliz y contento empezó a recortar el corazón. Las manos le temblaban y no podía quitarse la sonrisa de la cara. Ana le sonreía y también estaba muy contenta de que alguien le quisiera regalar un corazón, pues nadie, nunca, le había regalado uno. Cuando Txemita lo acabó, con una enorme sonrisa se lo dio, y Ana, muy contenta le dijo:
-Pues yo era del país de los Abrazos, pero me fuí porque no me gusta dar abrazos
y sólo me gusta dar besos. Pero nadie quería que le diera un beso... Por eso me fui. Pero si quieres te puedo dar un beso, sé darlos muy bien.
Txemita dijo:
-¡Vale! A mí nunca me han dado un beso.
Entonces Ana se acercó y le dió un beso. A Txemita se le subieron los colores, pues fué lo más bonito que nunca nadie le había regalado y no se lo podía creer.
Desde ese día, Ana y Txemita fueron muy amigos, y cuando alguno de los dos estaba triste se regalaban un corazón y se daban un beso.
Y colorín colorado, éste cuento se ha acabado.
Fin.
miércoles, 21 de marzo de 2007
El Mito del Cadete
EL MITO DEL CADETE
En Epidauro, una nueva polis fundada hacia el siglo VIII a.C. por el dios Asclepio, el dios griego de la Medicina, vivía Iemus, un alumno de Sócrates y compañero de Platón, que ahora se disponía a ser profesor en esta nueva ciudad.
En su primera clase, había diez jóvenes alumnas a las que Iemus intentaba enseñar algo de cultura clásica. Pero era prácticamente imposible por las pocas ganas que le ponían sus alumnas. Iemus, desquiciado, cogió su Viejo Pelión (la lanza hecha de la madera de los árboles del Monte Pelión, el lugar donde vivía otro de sus maestros, Quirón, el entrenador de los héroes) también su escudo de cuero, y se marchó de la polis de Epidauro hacia Esparta, para ver si podía instruir allí a su joven nuevo Rey Leónidas.
Pero el dios Asclepio, preocupado por perder a uno de sus ciudadanos más ilustre, se apareció ante Iemus. Éste, asustado por su aparición, se quedó inmóvil, como petrificado. Asclepio enseguida le tranquilizó y le hizo ver que no tenía porque abandonar su polis ni sus quehaceres. Sólo tenía que hacer algo que motivara a las jóvenes alumnas. Y si nada se le ocurría para entretenerlas, si nada funcionaba de sus ocurrencias educativas, siempre podía ir al Oráculo de Delfos para preguntarle a la Pitonisa, aquella que todo lo veía, tanto el futuro, como el pasado.
Su camino hasta Delfos duró cinco días y cinco noches. A pesar de lo mucho que pensó, nada le parecía lo apropiado para hacerse con el interés de sus alumnas. En las puertas del santuario de Atenea Pronaia, en las montañas de Marmaria, Iemus se lavó y se deshizo del polvo del camino, para presentarse de forma decente y aseada frente a la famosa Pitonisa. En la entrada del Santuario de Apolo en Delfos había muchas esculturas, grandes tesoros, la roca Sibila y la roca Lethos, así como los famosos trípodes donde Iemus debía dejar su exvoto, su aportación al santuario y a cambio del cual, recibiría su predicción y su consejo. El único tesoro que Iemus llevaba consigo, era su invencible Pelión y su escudo de cuero, y fueron esas, sus armas, las que ofreció. Todo le parecía poco para conseguir su objetivo.
La predicción de la Pitonisa no fue muy clara, su respuesta, sibilina: Hablaba de cinco personas, un círculo, dos cestas y un juego.
Cuando Iemus llegó a su casa de Epidauro, sumido en un mar de dudas, comenzó a meditar lo que la Pitonisa le había dicho. Comenzó a fabricar las cosas que la vieja adivina le había dicho. Una circunferencia con unos trapos que tenía a mano, que al terminar dejó caer al suelo y que curiosamente botaba. Luego cogió dos cestas y las depositó en el suelo.
Tras varios días de meditación y sin ningún resultado, cogió su manojo de trapos circular y lo lanzó hacía los cestos, dando la casualidad que se metió en uno de ellos. Su hijo, que pasaba por allí en aquel momento, recogió la pelota de trapos del cesto y pareciéndole divertido, la lanzó al otro cesto, dándole mucha alegría pues la había metido dentro en un espectacular lanzamiento. Y fue esto precisamente lo que le hizo ver a Iemus la solución a la respuesta de la Pitonisa de Delfos: un círculo de trapos (la pelota), dos cestos (las canastas), cinco personas por equipo (las 10 alumnas divididas en dos equipos) y todo ello junto, un juego.
Al día siguiente, nervioso e ilusionado, Iemus llamó a sus 10 alumnas y les explicó el juego y entre todas modificaron algunas normas, como poner los cestos en alto, sólo poder jugar con las manos, tenían que botar los trapos para poder correr con ellos, etc. Contra más jugaban, más cosas le aportaban y más les gustaba ese nuevo juego, al que entre todos llamaron, Balonis Cestus. Pasaron a la historia por ser las primeras jugadoras de Balones Cestus femeninibus, junto a su profesor Iemus. Desde entonces existe el baloncesto y existe el equipo cadete femenino de la Escuela Deportiva Gregorio Gea.
MORALEJA: “No hay porqué abandonar los sueños propios de cada uno. Sólo hay que buscar nuevos métodos”
En Epidauro, una nueva polis fundada hacia el siglo VIII a.C. por el dios Asclepio, el dios griego de la Medicina, vivía Iemus, un alumno de Sócrates y compañero de Platón, que ahora se disponía a ser profesor en esta nueva ciudad.
En su primera clase, había diez jóvenes alumnas a las que Iemus intentaba enseñar algo de cultura clásica. Pero era prácticamente imposible por las pocas ganas que le ponían sus alumnas. Iemus, desquiciado, cogió su Viejo Pelión (la lanza hecha de la madera de los árboles del Monte Pelión, el lugar donde vivía otro de sus maestros, Quirón, el entrenador de los héroes) también su escudo de cuero, y se marchó de la polis de Epidauro hacia Esparta, para ver si podía instruir allí a su joven nuevo Rey Leónidas.
Pero el dios Asclepio, preocupado por perder a uno de sus ciudadanos más ilustre, se apareció ante Iemus. Éste, asustado por su aparición, se quedó inmóvil, como petrificado. Asclepio enseguida le tranquilizó y le hizo ver que no tenía porque abandonar su polis ni sus quehaceres. Sólo tenía que hacer algo que motivara a las jóvenes alumnas. Y si nada se le ocurría para entretenerlas, si nada funcionaba de sus ocurrencias educativas, siempre podía ir al Oráculo de Delfos para preguntarle a la Pitonisa, aquella que todo lo veía, tanto el futuro, como el pasado.
Su camino hasta Delfos duró cinco días y cinco noches. A pesar de lo mucho que pensó, nada le parecía lo apropiado para hacerse con el interés de sus alumnas. En las puertas del santuario de Atenea Pronaia, en las montañas de Marmaria, Iemus se lavó y se deshizo del polvo del camino, para presentarse de forma decente y aseada frente a la famosa Pitonisa. En la entrada del Santuario de Apolo en Delfos había muchas esculturas, grandes tesoros, la roca Sibila y la roca Lethos, así como los famosos trípodes donde Iemus debía dejar su exvoto, su aportación al santuario y a cambio del cual, recibiría su predicción y su consejo. El único tesoro que Iemus llevaba consigo, era su invencible Pelión y su escudo de cuero, y fueron esas, sus armas, las que ofreció. Todo le parecía poco para conseguir su objetivo.
La predicción de la Pitonisa no fue muy clara, su respuesta, sibilina: Hablaba de cinco personas, un círculo, dos cestas y un juego.
Cuando Iemus llegó a su casa de Epidauro, sumido en un mar de dudas, comenzó a meditar lo que la Pitonisa le había dicho. Comenzó a fabricar las cosas que la vieja adivina le había dicho. Una circunferencia con unos trapos que tenía a mano, que al terminar dejó caer al suelo y que curiosamente botaba. Luego cogió dos cestas y las depositó en el suelo.
Tras varios días de meditación y sin ningún resultado, cogió su manojo de trapos circular y lo lanzó hacía los cestos, dando la casualidad que se metió en uno de ellos. Su hijo, que pasaba por allí en aquel momento, recogió la pelota de trapos del cesto y pareciéndole divertido, la lanzó al otro cesto, dándole mucha alegría pues la había metido dentro en un espectacular lanzamiento. Y fue esto precisamente lo que le hizo ver a Iemus la solución a la respuesta de la Pitonisa de Delfos: un círculo de trapos (la pelota), dos cestos (las canastas), cinco personas por equipo (las 10 alumnas divididas en dos equipos) y todo ello junto, un juego.
Al día siguiente, nervioso e ilusionado, Iemus llamó a sus 10 alumnas y les explicó el juego y entre todas modificaron algunas normas, como poner los cestos en alto, sólo poder jugar con las manos, tenían que botar los trapos para poder correr con ellos, etc. Contra más jugaban, más cosas le aportaban y más les gustaba ese nuevo juego, al que entre todos llamaron, Balonis Cestus. Pasaron a la historia por ser las primeras jugadoras de Balones Cestus femeninibus, junto a su profesor Iemus. Desde entonces existe el baloncesto y existe el equipo cadete femenino de la Escuela Deportiva Gregorio Gea.
MORALEJA: “No hay porqué abandonar los sueños propios de cada uno. Sólo hay que buscar nuevos métodos”
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